Plan B
Foto: Toño Aguilar/ Cuartoscuro
Durante un encuentro de defensoras de los derechos humanos en el 2013, la antropóloga Nadia Dominique Vera Pérez
se puso de pie. Con voz clara y tono contundente, esta joven nacida en
Chiapas pero radicada en Xalapa, dijo a las compañeras: “Las instituciones no funcionan porque así lo han planeado los gobernantes”.
Se refería a la incapacidad de las procuradurías de los estados de la
República Mexicana, para investigar a sus propios agentes policíacos
que además de golpearla a ella y a otras compañeras durante una marcha
cívica, habían cometido delitos graves que van desde la violación de
mujeres hasta la tortura y la vinculación delictuosa con miembros de los
cárteles de las drogas.
Nadia era una chica de cabello azabache y ojos oscuros, culta, obsesiva y congruente con las causas en las que creía.
La hija de la poeta chiapaneca Mirta Luz Pérez Robledo
tenía un carácter sólido; gustaba de la poesía y la música; estaba
interesada en comprender y estudiar los fenómenos de la comunicación en
el ciberespacio, convencida de que las redes sociales podrían
convertirse en un instrumento efectivo para el apoyo de las causas
derechohumanistas.
Sus estudios antropológicos la llevaban a preguntarse constantemente
sobre los mecanismos reactivos de los seres humanos: ¿Por qué unas
personas eligen ayudar a su prójimo y otras no?, se preguntaba
contantemente en las conversaciones con colegas y amistades.
Nadia quería escribir un libro, aún no tenía muy clara la estructura
de su obra, pero le ilusionaba la idea de hacerlo. Estaba enamorada de
Xalapa, de su movimiento cultural, de la diversidad ideológica, de la
música.
A Nadia le emocionaba saber que las mujeres somos solidarias, que
nunca se quedó sola luego del susto que vivió como miembro del
movimiento estudiantil #Yosoy132, al ser maltratada y amenazada por la policía veracruzana, por órdenes del gobernador Duarte.
Nadia tenía voz y sabía usarla, creía en la posibilidad de crear un
movimiento nacional de mujeres jóvenes capaces de unificarse por una
causa vital: lograr que las instituciones estén a la altura de la ciudadanía.
Ni Nadia ni sus amigas y amigos, que tienen entre 28 y 30 años (entre
los que estaba Rubén Espinosa), se conformaron jamás con el discurso de
que su generación es la del ni puedo, ni quiero: los ninis.
Sí, Nadia, como su madre bien lo sabe, era una chica sensible, con
rasgos depresivos propios de poetas y rebeldes; era una chica inconforme
siempre dispuesta a imaginar un mundo diferente, en el
que ni ella ni sus amigas y colegas activistas tuvieran que andar por
la vida con temor a ser asesinadas o desparecidas forzadamente por algún
agente policíaco harto de la fuerza que los movimientos sociales han
adquirido en nuestro país.
Solamente la vi una vez, entre otras activistas jóvenes, me gustó su
talante rebelde, su sentido del humor, la forma dulce, enternecida con
que miraba a un amigo suyo.
Escribo esta columna mientras descanso, protegida en casa de mi
hermana, fuera de mi hogar en Quintana Roo, de donde salí debido a que
uno de los policías cómplices de Kamel Nacif en mi
secuestro ilegal y tortura para defender a gobernadores tratantes de
niñas y niños, ha sido nombrado director de la policía.
Las instituciones son, como dijo Nadia, reflejo de la voluntad de
quienes nos gobiernan. Y nosotras lo reconocemos, lo denunciamos en las
cortes y seguimos buscando la manera de que esto cambie para ser libres,
para trabajar por las y los demás sin miedo a la muerte, al castigo, a
la cárcel, a la persecución.
Nadia está muerta, fue asesinada al lado de Rubén y de Alejandra, la trabajadora doméstica a la que en su hogar lloran sus familiares en espera de que se esclarezca y detenga a los asesinos.
Si nuestras muertas, nuestros muertos hablaran una última vez,
estoy segura de que nos pedirían seguir adelante, convertir la ira en
fuerza emocional para no someternos al discurso del terror que sólo conviene a los gobernantes corruptos, a esos indispuestos a que las instituciones sirvan a la sociedad.
Estamos en un país arrebatado por la violencia, la indignación, la
ira y el miedo, nadie debe negarlo. Pero también estamos en un país que
se rebela contra el estado de las cosas, en un país de rebeldes con sueños,
de jóvenes que trabajan para hacerlos realidad, de activistas que con
el ejemplo educan, de periodistas que nos negamos a la sumisión y la
esclavitud de la mentira.
Que nadie nos engañe, no estamos perdidas, perdidos, vamos por el camino correcto y por eso nos quieren silenciar. Sigamos pues.
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