De Sin Embargo.mx
Jorge Javier Romero Vadillo
Finalmente, se registró el frente formado por el PAN, el PRD y
Movimiento Ciudadano. Desde el principio fue obvio que se trataba de un
acuerdo de supervivencia basado en el reparto de candidaturas entre tres
partidos en dificultades. A pesar del intento de presentarlo como
“ciudadano”, pretensión finalmente abandonada por el ridículo que
hubiera significado mantenerla ante la evidencia de que las junturas
esenciales del acuerdo político son las principales candidaturas
repartidas de antemano entre las tres organizaciones pactantes, el
frente no es otra cosa que un acuerdo para acudir de consuno a los
comicios del próximo año.
No sin cierta ingenuidad, hubo quienes pensamos que la proclamada
ciudadanización de la alianza política podía llevar a un proceso de
debate abierto, que incluso llegara a procesar la selección las
principales candidaturas de manera abierta a personas no militantes en
la política partidista, al tiempo que elaboraba una agenda viable de
propuestas legislativas y de política para avanzar en la construcción de
una democracia constitucional sólida y un Estado de derechos y de
bienestar. La cantinela de la fórmula “cambio de régimen” hacía esperar
que al menos se abrieran a una discusión pública sobre los que debería
contener una propuesta de tal envergadura.
Sin embargo, pronto quedó claro que el frente no ha sido más que la
confluencia táctica de Ricardo Anaya, empeñado en su candidatura
presidencial, y los grupos que se disputan los despojos del PRD,
desesperados ante el vaciamiento que la emergencia de MORENA les ha
causado. Como componedor del acuerdo aparece Dante Delgado, redivivo
político que ha sabido mantenerse, aunque sea en la segunda línea de la
política mexicana, por más de veinte años después de su ruptura con el
PRI, que incluso lo llevó a la cárcel.
El acuerdo final dejó claro que se trata de una alianza en la cual el
PRD se coloca a la zaga del PAN, mientras Movimiento Ciudadano se
atrinchera en su plaza fuerte, Jalisco, conseguida gracias a las
habilidades de Delgado para usar su patente. Al final de cuentas, el
frente no será otra cosa que la coalición construida en torno a la
candidatura presidencial de Anaya, quien con la maniobra pudo imponerse
en su propio partido, aun a costa de dividirlo.
Mi pronóstico electoral del Frente no es auspicioso. No veo que
resulte atractiva la candidatura de Anaya para los electores del PRD,
por lo que la mayoría de estos votantes acabarán inclinándose por López
Obrador, mientras los simpatizantes tradicionales del PAN podrían
perfectamente inclinar su sufragio por Meade, quien representa sus
mismos valores, si este acaba siendo el candidato que polariza las
preferencias contra López Obrador hacia el final de la campaña. Si,
además, Margarita Zavala logra el registro, también ella le morderá una
tajada de sus votantes potenciales.
La oferta programática del frente no muestra innovaciones suficientes
como para tener por sí misma tirón electoral. La propuesta de cambio de
régimen no acabó de ser otra cosa que introducir rasgos parlamentarios
en el presidencialismo mexicano, lo cual de suyo puede ser positivo,
pero no significa ninguna transformación trascendental atractiva para
los electores medios, la mayoría de los cuales ni la entiende ni va a
hacer el esfuerzo de informarse para entenderla. La bandera
anticorrupción es de López Obrador y nadie se la va a creer al joven
imberbe al que, tal vez injustamente, se ha acusado de enriquecimiento
desde la política. A los votantes urbanos interesados en la agenda de
derechos no les va a atraer votar por una candidatura que no la incluye
precisamente por el talante conservador del principal partido de la
alianza. Es verdad que López Obrador es igual de pacato en esos temas,
pero es bien sabido que buena parte de los integrantes de su movimiento
no son igual de mojigatos y pueden acabar impulsándola una vez en el
gobierno.
El gran perdedor de este acuerdo será, sin duda, el PRD. Es verdad
que gracias a esta alianza muchos de sus cuadros logren salvar los
trastos y obtengan escaños, alcaldías o algún gobierno estatal. Pero
como proyecto electoral de la izquierda el PRD habrá muerto. No es que
alguna vez haya sido un partido coherente, con una propuesta bien
articulada y cuadros de gran nivel, capaces de defenderla. Sus gobiernos
nunca fueron ejemplo de probidad y creatividad política, tal vez con la
excepción de algunos destellos de la gestión de Marcelo Ebrard en la
ciudad de México. Siempre estuvo marcado por la rebatiña entre sus
tribus, que no eran otra cosa que redes de clientelas ávidas por
capturar alguna parcela de rentas estatales para medrar. Pero, con todo,
el PRD ha sido el mayor proyecto electoral de la izquierda mexicana en
su historia.
Contrahecho como siempre fue, mal que bien el PRD ocupaba un espacio
importante en la política mexicana e impulsó algunos temas que ampliaron
derechos y libertades. Muy lejos de ser un partido socialdemócrata,
como lo imagina Roger Bartra, sí significó durante años una opción de
izquierda reformista con capacidad de ganar elecciones, aunque la mayor
parte de las veces sus gobernantes y sus legisladores se quedaron muy
atrás de las expectativas de sus votantes, no modificaron en sus ámbitos
de competencia el sistema de botín de la administración pública, usaron
sus cargos de manera patrimonial e hincaron el diente en los recursos
públicos, pero al final de cuentas era un contrapeso de izquierda a la
coalición PRI–PAN que, con altibajos, ha dominado la política mexicana
desde el final de la década de 1980. Ahora no queda ni eso.
El lunes en su artículo semanal, Jesús Silva–Herzog se lamentaba por
el final del PAN. Creo, por el contrario, que el PAN sobrevivirá a la
crisis en la que Anaya lo metió. En cambio, el PRD sí está viviendo sus
horas finales, desprestigiado, debilitado y agarrado al madero de la
derecha católica para salvar algo del naufragio.
Politólogo. Profesor – investigador del departamento de Política y Cultura de la UAM Xochimilco.
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