De La Jornada
Ayer se entregó a la
Cámara de Diputados la iniciativa de reformas legales en materia de
telecomunicaciones elaborada conjuntamente por la Presidencia de la
República y los partidos Revolucionario Institucional, de la Revolución
Democrática y Acción Nacional. El documento contiene aspectos positivos
indudables, como el propósito de combatir los monopolios y la
concentración de concesiones en unas cuantas manos, la propuesta de
abrir la televisión abierta a dos nuevas cadenas, asegurar condiciones
de equidad en el sector entre los competidores privados, ratificar la
rectoría del Estado en telecomunicaciones, establecer organismos
reguladores autónomos y tribunales especializados, impulsar la
convergencia y la incorporación de la población en general a las
tecnologías de la información, y alentar el desarrollo de la banda ancha
en el país....
En contraparte, una de las debilidades fundamentales de la propuesta
de reformas es que proyecta una lógica meramente mercantil (reglas de
mercado y libre competencia) sobre el quehacer informativo. Ello es así
porque en los razonamientos contenidos en el documento omite el hecho de
que las telecomunicaciones no sólo permiten establecer servicios
públicos –la telefonía y el acceso a Internet son los casos más obvios–
sino también medios de información, como estaciones de radio y canales
de televisión (por no mencionar los medios que se desarrollan con base
en las nuevas tecnologías), y se mezclan, en consecuencia, aspectos de
derecho mercantil con consideraciones que atañen más bien al derecho a
la información y a la libertad de expresión. Se llega, así, a postular
como uno de los objetivos de la reforma la promoción
de información imparcial, objetiva, oportuna y veraz de los acontecimientos nacionales e internacionalespartiendo de una visión básicamente gerencial y corporativa.
El diagnóstico contenido en la exposición de motivos acierta en la
existencia de un sector de telecomunicaciones poco eficiente, con
tendencias monopólicas –o, cuando menos, regido por actores que ejercen
la dominancia de los mercados–, que se traduce en precios altos y escasa
oferta televisiva, radial, telefónica e internética, pero pasa por alto
que en el caso de los medios electrónicos tradicionales el perjuicio
que causan las confabulaciones de los intereses corporativos no es
principalmente a los consumidores sino, en primer lugar, a los
ciudadanos, en la medida en que, históricamente, el conjunto de esos
medios ha terminado por convertirse en parte indistinguible del poder
político y en mecanismo de control de la opinión pública, por la vía del
discurso único y la uniformidad de la información.
La democratización de los medios, paso indispensable para la
democratización del país, no pasa únicamente por la promoción de la
libre competencia entre inversionistas sino, sobre todo, por el
otorgamiento de concesiones y frecuencias a instancias no empresariales,
así sean poco competitivas en términos mercantiles: por ejemplo,
universidades, gobiernos estatales y municipales, comunidades y
cooperativas. Más allá de la declaratoria de las telecomunicaciones como
servicios públicos, es necesario que el Estado asuma la existencia de
medios como entidades de interés público.
Para finalizar, el sector de las telecomunicaciones y particularmente
el espectro radioeléctrico no sólo revisten un indudable sentido
público, sino constituyen, también, un ámbito estratégico y un espacio
de soberanía nacional que debe considerarse irrenunciable. Desde esta
perspectiva, resulta injustificable la pretensión de abrir el mercado de
las telecomunicaciones a inversiones foráneas al 100 por ciento.
Resultaría impensable que los gobiernos de Estados Unidos y Europa
occidental, por mucho que pregonen el libre comercio y la apertura de
mercados, incurrieran en semejante cesión de soberanía, y no se ve razón
alguna para que las autoridades mexicanas actúen en forma distinta.
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