De Zocalo saltillo
Ideas y Palabras
Denisse Dresser¿Provocador del odio o promotor de la democracia? ¿Populista irresponsable o luchador social incansable? ¿Un mal perdedor de la elección o el único que critica su podredumbre? Éstas son las preguntas que acompañan a Andrés Manuel López Obrador desde 2006 y que lo persiguen persistentemente ahora..
¿Provocador del odio o promotor de la democracia? ¿Populista irresponsable o luchador social incansable? ¿Un mal perdedor de la elección o el único que critica su podredumbre? Éstas son las preguntas que acompañan a Andrés Manuel López Obrador desde 2006 y que lo persiguen persistentemente ahora. Éstas son las interrogantes que suscita alguien que algunos condenan como un “mesías tropical” y otros idolatran como un líder providencial. AMLO polariza. AMLO divide. AMLO enciende pasiones entre quienes lo consideran un héroe y quienes lo califican como un traidor. Y aunque no hay una decantación definitiva sobre el personaje, queda claro que la izquierda mexicana tendrá que decidir qué hacer con él.
Hay mucho por lo cual el país le debe agradecimiento. La demanda de aclarar y limpiar la elección. La propuesta de concientizar a la población sobre lo que significa la compra del voto y cómo coaccionarlo. La manipulación cotidiana en la que incurre la televisión y cómo construye candidaturas.
La incompetencia que en ocasiones demuestran instituciones como el IFE y cómo afecta eso su credibilidad. La utilización de tarjetas Monex y Soriana y cómo contribuyeron a la labor de los operadores del PRI. La triangulación de presupuestos estatales y cómo se utilizaron con fines electorales. AMLO evidencia una lista de prácticas condenables y cotidianas, amplias y arraigadas, visibles y cuantificables.
Ante ellas AMLO exige -y con razón- que no hay más opción que investigar. Airear. Transparentar. Castigar. Informar con rigor y sancionar con vigor. Crear un contexto de exigencia en el cual el PRI se vea obligado a reconocer las irregularidades en las que incurrió y pagar multas multimillonarias por ello. Dar la batalla política por la opinión pública para que el electorado entienda lo que pasó, y dar la batalla legal para que no vuelva a repetirse. Eso es lo más a lo cual AMLO puede aspirar y no es poca cosa. Pero difícilmente el Tribunal Electoral nulificará la elección o declarará su invalidez. La documentación no es lo suficientemente contundente, la evidencia no es lo suficientemente determinante, los tiempos no dan.
Aunque el triunfo de Peña Nieto no haya sido recto -como lo escribe Pepe Merino-, una ley electoral que incentiva la trampa acabará avalándolo. Los partidos acarrean y compran y triangulan y gastan sabiendo que es mejor ganar la Presidencia primero y pagar la multa después.
En algunos meses, el IFE declarará que el PRI rebasó los topes de campaña y le impondrá una multa, pero ya con Peña Nieto despachando en Los Pinos. Aun con información incompleta, la elección terminará validada. Aun con un proceso manchado, la elección terminará certificada. Habrá ganado el que mejor viola las reglas.
Y después de ese paso probable, la pregunta es si AMLO se retirará o si permanecerá como el líder indiscutible de la izquierda mexicana. Porque junto con la crítica loable al proceso electoral coexiste su posición criticable con respecto a la vida institucional. Un día dice respetar las reglas y al otro las desconoce.
Un día manifiesta su respeto a las instituciones y al otro erosiona la confianza en ellas. Un día se apega a las rutinas de la democracia y al siguiente las desdeña. Desconoce los resultados de la elección pero no los logros que su partido obtuvo con su participación. López Obrador representa lo mejor y lo peor de la izquierda: el diagnóstico correcto pero la receta equivocada; la crítica certera pero la solución inadecuada; la postura moral encomiable pero el proyecto poselectoral limitado.
Porque después del conflicto poselectoral la pregunta seguirá allí: qué tipo de izquierda quiere y necesita México. La que obstaculiza o la que propone.
La que descalifica o la que participa. La que bloquea o la que abre camino. La que mira con nostalgia al pasado o la que contempla con ambición el futuro. Y a pesar de las contribuciones que AMLO ha hecho, llegó el momento de un relevo generacional. Un relevo mental.
Un relevo político. Para que una izquierda, que será segunda fuerza en la Cámara de Diputados, no piense en cómo prevenir la llegada de Enrique Peña Nieto a Los Pinos, sino en cómo promover la movilidad social entre los pobres. Para que una izquierda con presencia relevante en el Senado no acabe tomando el proscenio sino liderando la agenda progresista. Para que una izquierda que ganó 15 millones de votos no termine tirándolos por la borda como lo hizo después de 2006.
AMLO puede permanecer como líder moral, como conciencia crítica, como ombudsman necesario. Pero la izquierda debe buscar otros liderazgos más innovadores, más visionarios, más liberales, más socialdemocráticos. Liderazgos que promuevan los derechos sociales, respeten la diversidad sexual, crean en los mercados junto con la necesidad de regularlos, entiendan la globalización y sus imperativos, comprendan que la izquierda debe ser acicate del cambio pero también avatar de la responsabilidad.
Y por ello, ante la pregunta de qué hacer con AMLO, la respuesta parece obvia: sustituirlo por Marcelo Ebrard.
Hay mucho por lo cual el país le debe agradecimiento. La demanda de aclarar y limpiar la elección. La propuesta de concientizar a la población sobre lo que significa la compra del voto y cómo coaccionarlo. La manipulación cotidiana en la que incurre la televisión y cómo construye candidaturas.
La incompetencia que en ocasiones demuestran instituciones como el IFE y cómo afecta eso su credibilidad. La utilización de tarjetas Monex y Soriana y cómo contribuyeron a la labor de los operadores del PRI. La triangulación de presupuestos estatales y cómo se utilizaron con fines electorales. AMLO evidencia una lista de prácticas condenables y cotidianas, amplias y arraigadas, visibles y cuantificables.
Ante ellas AMLO exige -y con razón- que no hay más opción que investigar. Airear. Transparentar. Castigar. Informar con rigor y sancionar con vigor. Crear un contexto de exigencia en el cual el PRI se vea obligado a reconocer las irregularidades en las que incurrió y pagar multas multimillonarias por ello. Dar la batalla política por la opinión pública para que el electorado entienda lo que pasó, y dar la batalla legal para que no vuelva a repetirse. Eso es lo más a lo cual AMLO puede aspirar y no es poca cosa. Pero difícilmente el Tribunal Electoral nulificará la elección o declarará su invalidez. La documentación no es lo suficientemente contundente, la evidencia no es lo suficientemente determinante, los tiempos no dan.
Aunque el triunfo de Peña Nieto no haya sido recto -como lo escribe Pepe Merino-, una ley electoral que incentiva la trampa acabará avalándolo. Los partidos acarrean y compran y triangulan y gastan sabiendo que es mejor ganar la Presidencia primero y pagar la multa después.
En algunos meses, el IFE declarará que el PRI rebasó los topes de campaña y le impondrá una multa, pero ya con Peña Nieto despachando en Los Pinos. Aun con información incompleta, la elección terminará validada. Aun con un proceso manchado, la elección terminará certificada. Habrá ganado el que mejor viola las reglas.
Y después de ese paso probable, la pregunta es si AMLO se retirará o si permanecerá como el líder indiscutible de la izquierda mexicana. Porque junto con la crítica loable al proceso electoral coexiste su posición criticable con respecto a la vida institucional. Un día dice respetar las reglas y al otro las desconoce.
Un día manifiesta su respeto a las instituciones y al otro erosiona la confianza en ellas. Un día se apega a las rutinas de la democracia y al siguiente las desdeña. Desconoce los resultados de la elección pero no los logros que su partido obtuvo con su participación. López Obrador representa lo mejor y lo peor de la izquierda: el diagnóstico correcto pero la receta equivocada; la crítica certera pero la solución inadecuada; la postura moral encomiable pero el proyecto poselectoral limitado.
Porque después del conflicto poselectoral la pregunta seguirá allí: qué tipo de izquierda quiere y necesita México. La que obstaculiza o la que propone.
La que descalifica o la que participa. La que bloquea o la que abre camino. La que mira con nostalgia al pasado o la que contempla con ambición el futuro. Y a pesar de las contribuciones que AMLO ha hecho, llegó el momento de un relevo generacional. Un relevo mental.
Un relevo político. Para que una izquierda, que será segunda fuerza en la Cámara de Diputados, no piense en cómo prevenir la llegada de Enrique Peña Nieto a Los Pinos, sino en cómo promover la movilidad social entre los pobres. Para que una izquierda con presencia relevante en el Senado no acabe tomando el proscenio sino liderando la agenda progresista. Para que una izquierda que ganó 15 millones de votos no termine tirándolos por la borda como lo hizo después de 2006.
AMLO puede permanecer como líder moral, como conciencia crítica, como ombudsman necesario. Pero la izquierda debe buscar otros liderazgos más innovadores, más visionarios, más liberales, más socialdemocráticos. Liderazgos que promuevan los derechos sociales, respeten la diversidad sexual, crean en los mercados junto con la necesidad de regularlos, entiendan la globalización y sus imperativos, comprendan que la izquierda debe ser acicate del cambio pero también avatar de la responsabilidad.
Y por ello, ante la pregunta de qué hacer con AMLO, la respuesta parece obvia: sustituirlo por Marcelo Ebrard.
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