De La Revista Domingo-El Universal
El albergue para migrantes que el sacerdote —y
reciente ganador del premio Nacional de Derechos Humanos— construyó en
Oaxaca, está en riesgo. La reapertura de una línea de ferrocarril
amenaza con desbordar el pequeño sitio que el cura ha creado para apoyar
a quienes viajan hacia Estados Unidos: se espera la llegada de miles de
migrantes más, mientras las donaciones y el dinero escasean
Por Laura Yaniz. Fotos Celeste Ariel Peife, Laura Yaniz y EL UNIVERSAL
Recostados en el cemento, con mosquitos pegándose en
su piel y el termómetro marcando 35 grados centígrados en otoño, los
huéspedes saben que están en una de las paradas más cómodas y seguras de
su viaje: es el mejor lugar para bajar la guardia. Pero ese lugar está
en peligro de ya no serlo: en unos meses habrá tantos migrantes que es
probable que el sitio, el albergue para migrantes Hermanos en el Camino, sea sobrepasado.
El albergue es un conjunto de sencillas construcciones en un terreno,
en Ciudad Ixtepec, empolvado por la sequedad del clima del istmo
oaxaqueño. Fue pensado por el padre Alejandro Solalinde
el día que vio el descarrilamiento de un tren y se topó de frente con
la xenofobia de los habitantes y la indiferencia de las autoridades.
Aquel día atendió a Orlando, un migrante que murió tras una amputación
mal atendida. El padre se sintió frustrado y se encomendó una misión:
crear un lugar para asistir y proteger a los migrantes. Era mayo de 2006
y, un año después, su proyecto ya tenía forma. El lugar fue inaugurado
el 27 de febrero de 2007.
Desde entonces, Solalinde dejó de ser como los sacerdotes
tradicionales: no dirige una parroquia, no aspira a ascender en la
jerarquía eclesiástica, ganó "popularidad mediática" y es protegido por
dos guardaespaldas todo el día. Ha tenido que salir del país por su
seguridad, lo han detenido y han intentado quemarlo. El 10 de diciembre
recibió el Premio Nacional de Derechos Humanos de manos
del presidente Enrique Peña Nieto y, más que por el reconocimiento,
estaba feliz porque la empresa Maseca le dijo que donaría todas las
tortillas que se necesiten en el albergue. "Esos son miles de pesos de
ahorro" dijo el padre, "además, las tiendas Oxxo nos donarán agua".
—¿Y eso es suficiente? —le pregunté.
—No, no lo es. No tenemos los recursos necesarios para cuando llegue el tren de la ruta reparada tras el huracán Stan.
El huracán Stan modificó en 2005 la ruta ferroviaria que salía de
Ciudad Hidalgo y Tapachula, Chiapas, hacia Ixtepec, dos años antes de
que el padre fundara el albergue. Es decir, que allí nunca se han
recibido a los mil, tal vez mil 500 migrantes que ahora podrían llegar
en un sólo viaje.
Solalinde intenta ser optimista al respecto: "Hay espacio, no estoy
diciendo que tengamos mil camas y mil sillas, pero pueden dormir en los
patios, en la capilla, en el comedor. Siempre hay quien nos done de los
mercados de abasto, de las empresas. Porque, déjeme decirle, yo creo en
la Divina Providencia y creo que Dios no nos dejará solos".
A la empresa Ferrocarril del Istmo sólo le faltaban —al terminar este
reportaje— 900 metros para terminar la reconstrucción y, si los
trámites resultan exitosos, se calcula que en abril esas vías ya estén
funcionando. La llegada del tren sería una prueba más a la misión, o al
menos así lo ve el padre, pero su optimismo es constante: "Siempre hay
gente que nos ayuda, voluntarios extranjeros y de aquí, que son
misioneros a veces no comprometidos con Dios, pero sí con las personas.
Ellos son lo mejor del albergue: personas que no cobran, que quieren
ayudar, que aprenden a vivir entre las incomodidades y carencias". Las
gallinas que hay en el lugar ponen casi treinta huevos diarios y ya
todos los guajolotes tienen nido. Eso no alcanza para dar de comer a
todos, mucho menos cuando llegue el nuevo tren.
En el albergue hay un terreno lleno de hierba que comparte espacio
con la cancha de futbol. El padre logró comprarlo con varios trucos,
porque en el pueblo se oponían que sirviera como refugio para los
migrantes.
El padre tiene la mente ocupada, piensa en la
administración del albergue, en la posibilidad de que lleguen tantos
migrantes, en el premio que recibió, en cifras, datos, donaciones,
seguridad, gastos. Pese a ello, respondió a mi llamada. Yo había
visitado el albergue semanas atrás, pero a veces es más fácil platicar
con él por teléfono que sentarlo unos minutos cuando está atendiendo
asuntos del albergue. Allí hay que perseguirlo, estar a su lado mientras
recorre las instalaciones y lanza órdenes duras, pero amables y
educadas.
Tampoco es fácil encontrarlo en el albergue. Continuamente sale de
viaje y deja "la misión" en manos de un equipo de voluntarios,
religiosos y laicos, encargados de las labores de administración,
cocina, limpieza, mantenimiento de la granja y registro de migrantes.
Miles de ellos
¡Bienvenido! Su nombre. País. Provincia. Ciudad. Edad. Estudios.
Razones de viaje. ¿Familia? A cuántos mantiene. Su empleo anterior.
Cuántas veces ha cruzado. A qué ciudad va. ¿Alguien lo espera? ¿Qué hará
allá? ¿Problemas en el viaje? ¿Su salud? Los Médicos sin Fronteras
estarán aquí mañana temprano. Tome este papelito. No lo pierda. Puede
quedarse tres días.
La madre Lupita exhala fuerte. Ya perdió la cuenta de los jabones,
detergente y pastillas que entregó. También de cuántas veces tuvo que
explicar las reglas de convivencia del lugar. "¡Uf! ¿Esos fueron todos?
¿Cuántos llegaron? ¡55! Fueron pocos, esperábamos más", dice.
El ventilador está a todo lo que da, pero la cara no deja de
brillarle por el calor. Se sopla el rostro con el labio inferior
apuntando hacia su frente. Ahí no se puede andar con hábito, el calor es
insoportable: la monja viste con playera, pantalones de manta,
sandalias y un eterno morral.
Las caras de todos los hombres y las pocas mujeres que entraron a la
oficina para registrarse brillaban. Tenían la piel roja, los cabellos
pegados a la cara y la mirada perdida. Será la primera oportunidad que
tendrán en el día, después de horas de camino, de estar bajo una sombra.
Por eso es tan complicado hacerles el cuestionario, tranquilizarlos.
Parecen un panal de abejas.
Han viajado por horas bajo un sol sin nubes desde Arriaga, Chiapas, sobre el acero ardiente del tren al que apodan La Bestia.
Su ropa huele a sudor, tierra y fierro. Sólo son 55 de los casi 140 mil
centroamericanos que cruzan la frontera sur mexicana al año, según los
cálculos del Instituto Nacional de Migración, el cual acepta son
inexactos.
Los encargados del albergue han estado apurados desde la noche
anterior, cuando se supo que el tren había salido de Chiapas.
Consiguieron provisiones y se aseguraron de que todo estuviese listo:
camas, sábanas, agua, jabón.
Tras registrar a todos los visitantes, el olor de la comida cubre los
patios y los migrantes se forman. La ración es la misma para todos: un
vaso con agua de sabor, caldo de pollo o de hueso de res, chile, limón y
tres tortillas. Todos significa voluntarios, guardias, migrantes y
hasta el padre Solalinde.
Pasan uno a uno y muestran su boleto de registro. Todo está en
silencio. Toman su plato y se sientan en largas mesas de plástico para
comer a prisa los caldos con verduras no identificables. Decenas de
moscas implacables y resistentes al cloro rondan los platos. Hay quien
pide más, pero la mujer que sirve los platos no puede hacerlo hasta que
todos hayan recibido su parte. Pero el padre Solalinde le dice que les
sirva "hasta que se llenen". Ellos regresan hasta tres veces. Además de
las voluntarias religiosas y quienes hacen labores de investigación, el
resto de quienes ayudan a cuidar el albergue fueron adoptados por el
padre: migrantes a quienes les ofreció techo, comida y seguridad.
Todo lo que hay en el albergue depende de regalos, donaciones y un
admirable trabajo de administración del padre y las monjas voluntarias.
Por cada llegada del tren, cada tres días aproximadamente, llegan hasta
200 personas. Eso implica que, en recorridos constantes del tren, se
podrían llegar a servir hasta 12 mil comidas mensuales, más la de los
voluntarios y los migrantes que se quedan sólo unas cuantas horas. Si
los cálculos que realiza el padre son correctos, cuando el nuevo tren
llegue las 12 mil comidas alcanzarán para menos de dos semanas.
El pie chiquito
"Prepara la camioneta, hay que conseguirle aunque sea unas chanclas a
este muchacho", les dice Solalinde a sus guardias, quienes se alistan
para ir al centro de Ixtepec. El muchacho es Gustavo, un guatemalteco de
23 años que perdió una de sus sandalias en el tren.
El padre Solalinde se prepara para salir y Celeste, una voluntaria,
lo detiene. Le dice que tienen un par de zapatos, pero aclara que son de
mujer. Gustavo dice que quizás le pueden quedar. Celeste, una
investigadora californiana, lo lleva al cuarto de donaciones: montañas
de ropa sobre mesas y estantes que rodean el cuarto. Gustavo toma los
tenis que le dan. Feliz, se los calza y le quedan. Pero varios migrantes
empiezan a merodear la habitación: piden zapatos, pantalones, camisas.
Pero no hay para ellos. Casi toda la ropa que llega es de mujer y casi
todos los visitantes son hombres.
Gustavo platica que desertó del ejército guatemalteco mientras
improvisa un gancho con el radio de una llanta de bicicleta. Después
inserta la filosa punta en la suela del zapato y comienza a coserlo.
Dice que sabe utilizar armas de gran calibre y que era muy joven cuando
entró como soldado. En unos minutos sus zapatos quedan perfectos, listos
para continuar su viaje hacia Estados Unidos.
Dice que durante el viaje lo detuvieron unos hombres vestidos de
militares para hacerle unas preguntas. Lo cuenta como si nada, mientras
muchos le dicen que se puso a sí mismo en peligro. Los migrantes están
expuestos a secuestros por parte de grupos criminales que extorsionan a
sus familias y, a veces, los reclutan para que trabajen para ellos; más
si saben utilizar armas. Por eso, le dicen, Gustavo tuvo suerte: no fue
uno de los 20 mil migrantes secuestrados al año que calcula la Comisión
Nacional de Derechos Humanos que hay en México.
Un par de migrantes pide ayuda a Gustavo para reparar sus zapatos
rotos. Él empieza a hacer negocio: saca una bolsa llena de hilos,
prepara su gancho y comienza a coser. Después pregunta por una tienda de
telas porque, además de saber usar armas militares, también hace flores
con hilo de satín, que vende en las calles.
Comezón
Mide como 1.70, con el cuerpo largo como su cabello que escurre sobre
sus hombros descubiertos y quemados. Antonia se acerca a mí y me habla
en un tono tan bajo que apenas logro entenderle "crema" y "abajo". Le
pido que hable más fuerte, que casi no la escucho. "Pregunto si tiene
alguna crema o algo, tengo picazor allá abajo. Cuando orino y cuando no.
Ya no aguanto", dice.
Me platica que en el viaje de entre 12 a 36 horas sobre el tren no se
puede tomar agua y que no hay dónde orinar "pues somos mujeres".
También dice que durante todo el camino desde Chiapas los migrantes
centroamericanos deben mantenerse despiertos. Si se quedan dormidos
podrían caerse y morir, o ser mutilados.
Antonia tiene cara de angustia. El dolor le quema la entrepierna y
los pantalones ajustados que lleva —casi tres tallas menores que la
suya— empeoran la situación. Tiene una infección urinaria y mucho miedo
de que en lo que resta de viaje empeore. Dice que aún no le duele la
vejiga, pero que le ha pasado antes y sabe que la infección puede llegar
a los riñones.
Celeste, la voluntaria, revisa los medicamentos pero no tiene algo
que pueda ayudarle. La gente de la organización civil Médicos sin
Fronteras no ha llegado. El grupo de migrantes con el que viaja Antonia
dice que debe irse cuando salga el tren, esa misma noche, que no puede
esperar. Ella pide que le avisen si llega un médico pero le dicen que
eso será al día siguiente, a las nueve de la mañana.
A la mañana siguiente los médicos reúnen a todos los migrantes bajo
el techo de lámina que funciona como capilla y les ofrecen atención. La
más importante es la psicológica: golpes, abandono, abuso, asaltos, todo
eso causa traumas. Los voluntarios les explican los síntomas del dengue
y otras enfermedades que podrían tener en el camino.
Busco a Antonia para decirle que los médicos ya están ahí. Demasiado
tarde: ella y su grupo prefirieron seguir su camino. Cuando ella se fue
tenía fiebre y la esperanza de encontrar un médico en la siguiente
parada.
Miedo al tren
—Ya viene el tren —dice Irene y se sienta bruscamente. Abre los ojos y aguza el oído.
—Yo no escucho nada —le digo mientras busco algún sonido en la
tranquila palapa donde dormimos voluntarios y visitantes… e Irene.
—No se escucha, pero ya se acerca. El bebé lo sabe, siempre se pone
inquieto cuando va a llegar. Se siente cómo me da de pataditas. Se mueve
mucho, se baja, se sube.
Irene se siente mal, su embarazo de siete meses le ha provocado
muchos problemas en los últimos días: "Cuando llegamos aquí yo no sabía
que estaba embarazada. Mi cuñado me molestaba diciendo que me veía
gorda. Fue aquí que me puse mal. El padre Alejandro (Solalinde) me llevó
a la clínica y ya tenía cuatro meses de embarazo. No sabíamos qué
hacer, porque yo ya no me quería subir al tren, el doctor dijo que era
peligroso. ¡Imagínate! Tan feo fue el viaje que el bebé lo siente y no
se está quieto".
El padre Solalinde le ofreció un trabajo al esposo de Irene, como lo
ha hecho con todos aquellos que necesitan más que un techo y comida por
tres días. Su esposo ahora es parte del equipo de albañiles que tiene
como tarea colocar adoquín junto al dormitorio de hombres para evitar
que entre el polvo. Solalinde sabe que necesita más espacio "cómodo"
dentro de los dormitorios, para intentar colocar a todos los migrantes
que estima llegarán con la nueva ruta del tren.
"Yo estoy feliz porque mi niño va a ser mexicano. Si no llegamos a
los Estados (Unidos) por lo menos mi niño ya es de aquí, y cuando cumpla
sus 18 años nos va a adoptar o algo así. Y yo podré decir que mi hijo
es mexicano y seguro así nos dejan quedarnos, porque allá en Guatemala
está duro", dice Irene.
Ella pasó esa noche en vela. El pitido del tren, que corre a un lado
del albergue, sonó casi hasta el amanecer. El bebé se movió tanto que
Irene prefirió comenzar a pensar en qué nombre le pondrá.
Un sí asegurado
"¿Tan caro? ¿Me prestas mil pesos? Ya sabes que sí pago, pero hasta
finales de año, y en pagos chiquitos". El padre Solalinde pide dinero
prestado a uno de los policías federales asignados para protegerlo. Su
guardia accede, aunque le repite que es demasiado lo que el mecánico le
quiere cobrar por reparar unas fallas de la camioneta en la que viaja,
la cual le proporcionó el gobierno. Pero en un par de días saldrá hacia
Veracruz y él no quiere arriesgarse. El guardia propone que lo revise
alguien más, pero el padre se niega por la premura.
"Es caro, pero hay que pagarlo. Ya le dijimos a los de la Policía
(Federal), pero no nos dicen nada de arreglar la camioneta, y vamos a
tener que viajar en carretera", le dice Solalinde mientras mueve los
hombros como olas por un tic nervioso que parece comenzarle desde el
cuello, y agradece con una mueca la disposición del guardia para
prestarle dinero.
En el albergue nadie parece decirle que no al "padre Alejandro". Si
él quiere adoquín, habrá adoquín. Si él dice que se dé hasta tres
porciones en una comida a cada comensal, lo hacen, aunque no haya
suficiente para la siguiente visita del tren. Si quiere estudiar una
maestría, lo hace y se gradúa a los 61 años como maestro en Psicología.
Si él quiere quedarse como director del albergue que construyó hace años
aunque la Iglesia lo quiera asignar a una parroquia, lo logra.
Tal vez sea por esa actitud que cuando quiso crear un hogar para
recibir a los migrantes centroamericanos, se construyó el albergue
Hermanos en el Camino. Pero también es esa actitud lo que hace que haya
vigilantes en las entradas del albergue —dos guardias federales
distintos cada mes—, cámaras de seguridad, fotografías y nombres de
todos los que entran y salen del recinto; además de varias ONG siguiendo
sus pasos, como Amnistía Internacional.
Cuando Solalinde tiene que hacer una denuncia ante las autoridades,
la lleva a todas las instancias, a los medios: ha hecho más de 200 en
casi seis años. Su necedad, para algunos, o compromiso y constancia para
otros, lo llevó a recibir el Premio Nacional de Derechos Humanos 2012.
Su activismo promigrante, en el que denuncia tanto a autoridades como
integrantes del crimen organizado, lo ha obligado a dejar por un tiempo
el albergue para refugiarse en el extranjero. Mientras, son las madres
de la orden del Santo Ángel y los voluntarios los que se encargan de que
su sueño, su misión en la vida, "el llamado de Dios", siga en pie.
Solalinde nos pregunta a quienes estamos cerca: "¿Les he dicho por
qué no dejamos entrar con celulares?". Los voluntarios y yo lo vemos
expectantes. "Porque registramos muchos casos de asaltos: los migrantes
llamaban a sus casas para que les enviaran dinero. Otros migrantes los
escuchaban, anotaban dónde y a qué hora iban a ir y los asaltaban. Por
eso están prohibidos".
Después el padre se queja del calor que se acumula en la construcción
que funciona como oficina, clínica para Médicos sin Fronteras y
dormitorio de guardias. Recuerda su camioneta y habla de ello. En unos
minutos el tema ya es la educación en México. Es difícil seguir el hilo
de la plática a una persona que piensa tantas cosas a la vez.
Dios proveerá
Solalinde está sentado con los voluntarios, sus guardaespaldas y el
portero del albergue. Hay un par de ausentes: la madre Luz, que está en
el médico y todo indica que tiene dengue, y un voluntario alemán que
tampoco ha estado presente toda la semana porque está enfermo.
Es sábado y eso significa que es día de juntas. Todos tienen mucho de
qué quejarse y tienen cara de cansancio por el calor sofocante del día.
Por eso están sentados en el patio entre la oficina y el comedor: huyen
del vapor que se enjaula en el recibidor de la oficina.
La madre Teófila lee un fragmento de El Dios de la vida, del
sacerdote Gustavo Gutiérrez, a quien llaman el padre de la Teología de
la Liberación: "La fe no es compatible con actos aprehensivos…". Después
pide a los presentes reflexionar sobre ello. "Los pobres tienen en sus
manos mucha historia, la historia del Dios de la vida está en manos de
los pobres. Ellos no necesitan leyes, permisos, ni elecciones, ni
Zetas", dice el padre Solalinde.
Cuando llega la hora de los reclamos es Teófila quien inicia. Le dice
al padre que una señora del pueblo le dijo que en el albergue hay mucho
desorden y suciedad: que las moscas no se van ni con cloro, que los
perros merodean los botes de desperdicios y que hay basura por todos
lados. Ella se queja de que tiene que pasar cargando una bolsa de
plástico para obligar a todo aquél que esté junto a un desperdicio a que
lo recoja. "A ver si ya somos capaces de mantener esto, me da mucho
coraje", dice la monja.
—En tres días no se educa a nadie —le dice el padre—. Lo que no han aprendido, no lo aprenderán en tres días.
—¿Qué está usted diciendo? Usted justifica todo —responde ella con un
marcado acento español, que no ha perdido pese a las décadas que ha
pasado fuera de su país.
—Nosotros estamos para servirles a ellos, madre.
—¡No me salga con esas cosas! Este también es su albergue, aquí
duermen, aquí comen. No pueden tenerlo así —la madre Teo intenta seguir
el tema, pero el padre desvía la conversación hacia temas de seguridad y
les dice que pronto tendrá una reunión con el gobernador de Oaxaca
sobre el asunto.
No hay mes en el cual Solalinde no reciba amenazas por parte de la misma comunidad, de caciques, o del narcotráfico,
a quienes no les gusta para nada que tenga el albergue. Apenas en
diciembre pasado viajó a Ginebra, Suiza, a un evento que organizó el
Alto Comisionado de Naciones Unidas para los
Refugiados. Ahí dijo: "La principal amenaza la tengo en Oaxaca, no la
tengo en otro lado", y responsabilizó a autoridades del estado de
cualquier agresión que pudiera sufrir. Por eso es que tiene dos policías
federales a su cargo.
"Con lo que hemos vivido, uno oye un ruidito y se asoma a ver. Todos
nos preocupamos", dice Rolando, el encargado de vigilar el dormitorio de
hombres. Tiene 62 años y huyó de Honduras porque apoyaba al presidente
depuesto Manuel Zelaya.
Solalinde agradece, aunque en ausencia, a quienes regalan comida al
albergue, a los donadores sin nombre. Pero le preocupa otra cosa: el
dinero. Para que el albergue sobreviva necesita al menos 35 mil pesos y
en este mes, octubre, hay poco más de 22 mil. Son casi 10 mil menos que
el mes anterior y los migrantes siguen llegando. Mensualmente el
albergue recibe entre tres mil 500 y cuatro mil, aunque es una cantidad
difícil de calcular pues cambia según la ruta del tren, el mes, el
clima, la situación de cada país.
Los guardias miran al padre mientras la madre Teófila baja la cabeza y
los encargados de los dormitorios y la granja se hacen los
desentendidos. El dinero no alcanza y eso que aún no llega el nuevo
tren, la nueva ruta que amenaza con desbordar de migrantes el pequeño
lugar que el padre y los voluntarios han ido construyendo de a poco.
El padre Solalinde sonríe. Pese a todo. Sabe que siempre tiene suerte
(dirían algunos), o "el respaldo de Dios" (dice él). A veces el
albergue llega a tener una cuenta de tres mil pesos y, de repente,
recibe donaciones que logran sobrepasar los 35 mil. Así que sonríe y
espera la llegada de estos miles de migrantes. Todo saldrá bien, dice,
"con ayuda de Dios, porque no tendremos dinero, pero hambre no pasamos".
LAURA YANIZ aprendió a lidiar con el estrés de la
vida noticiosa en 'CNN México'. Estudia un diplomado en Seguridad
Nacional en el ITAM mientras busca afinar la pluma freelancera para
contar historias. En su tiempo libre practica 'poledance'










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