De Zocalo Saltillo
Astillero
Julio Hernández López
Gravemente tocada no por conducta o hechos atribuibles a ella, sino a su hermana, acusada de formar parte de una banda de secuestradores, la polémica empresaria y activista Xóchitl Gálvez ha reiterado su decisión de no participar más en política. En estricto sentido, la simple vinculación familiar no debería afectar a quien especial relieve público tuvo durante el sexenio encabezado por Vicente Fox y que en años recientes ha sido candidata a cargos de elección popular a nombre del PAN, aunque sin militar formalmente en este partido.
Sin embargo, entre otras distorsiones de nuestra vida pública, los ciudadanos con relevancia pública pueden ser lanzados al torbellino de la injusticia periodística que suele castigar social y políticamente ciertas relaciones familiares aunque no haya constancia ni indicios de corresponsabilidad. Esas formas de linchamiento mediático han sido especialmente practicadas durante la presente administración federal, que hizo costumbre el difundir propaganda oficial en medios electrónicos, declarando con cavernosas voces como culpables absolutos a quienes apenas habían sido detenidos como presuntos partícipes de actividades de narcotráfico, muchas veces luego absueltos o sentenciados por faenas infinitamente menores a las difundidas en el desquiciado reino del espot rojo.
Gálvez (quien buscó el gobierno de su natal Hidalgo, y cuya salida de escena y tragedia familiar acabarán beneficiando a los caciques priístas locales, ahora encumbrados en el peñanietismo con Jesús Murillo Karam y Miguel Ángel Osorio Chong) dijo ayer que su adiós a la política se debe a la confirmación práctica de que las contiendas electorales son marcadamente inequitativas y que “el dinero es el principal factor hoy para ganar una contienda política”.
Justamente el tema del dinero y su uso político y electoral está hoy en el centro de un delicado litigio de pistas múltiples que por primera vez da cuerpo a la posibilidad de que los resultados oficiales de una elección presidencial muy amañada (hasta niveles delictivos) entren en rangos de peligro visible. No es que de pronto los organizadores y los juzgadores de los comicios sucios hubiesen tenido revelaciones y cambios súbitos de personalidad. Lo que sucede es que cada día surgen más pruebas del tejido de una red de financiamiento para operaciones electorales fraudulentas a favor de Enrique Peña Nieto y esos datos no pueden ser borrados o jurídicamente desdeñados.
Para efectos jurídicos, el PRI ha ido desahogando una confesión lenta pero irreversible de hechos presumiblemente constitutivos de delitos varios, tanto en la manera de conseguir recursos para la campaña de EPN, como en al fondeo de las tarjetas Monex con las que se distribuyó dinero a quienes ejecutaron directamente el fraude extracasillas del primer domingo del mes en curso.
Tales pruebas no constituyen por sí mismas (la normativa electoral fue diseñada concretamente en 2007 para cerrar el paso a opciones no aceptadas por la partidocracia constituida por PRI, PAN y perredismo chucho, más aliados menores) una opción de anulación o invalidez de los comicios mencionados, salvo que el tribunal electoral decidiera asumir la tesis de la causalidad abstracta, que privilegia el espíritu general constitucional, en especial el sentido de equidad en la competencia y de libertad en el sufragio.
Sin embargo, la acumulación de pruebas de fraude adquiere una dimensión especial frente a la movilización cívica creciente contra esos comicios y sus resultados inaceptables. De una negativa original en absoluto, e incluso una intención de culpar a otros partidos de presuntas confecciones artificiales, el PRI ha ido aceptando en primer lugar la existencia de las tarjetas famosas y luego su relación con ellas, a través de un contratante intermediario, para el pago a operadores electorales pero adjudicando ese gasto al ejercicio corriente, como actos de capacitación, porque de otra manera quedaría plenamente demostrado el uso de esos recursos en tareas plenas de campaña, con el natural rebase de los topes establecidos.
Las indelebles huellas del delito (ironías de la modernización: Los mapaches antiguos manejaban todo en efectivo, sin dejar constancia alguna de orígenes ni destino) pueden sustanciar la concurrencia ante instancias internacionales por parte de los afectados si no son desahogadas adecuadamente por el tribunal electoral federal, y aumentarán el enojo social ante la imposición pretendida.
Colocados por primera vez ante riesgos ciertos, los priístas de élite han echado mano a sus fierros. El rijoso Diego Fernández de Cevallos ha aparecido para instalar niveles discursivos provocadores, y en el ánimo de personajes importantes del partido de tres colores crece la convicción de que el curso posterior a las elecciones debe ser resuelto mediante la aplicación de la fuerza, a través de sus vertientes institucionales o de la “militancia” enardecida, deseosa ya de defender el triunfo de la carta mexiquense que los adversarios repudian mientras la base social priísta ha sido “inmovilizada”.
Y, en un lance que paradójicamente debería abonar a favor de la misma anulación buscada por la izquierda, ese PRI urgido de pasar a la ofensiva trata de emparejar la situación en cuanto a financiamientos en entredicho al acusar a Andrés Manuel López Obrador de haber hecho campaña durante seis años con recursos provenientes de triangulaciones y asignaciones presupuestales relacionadas con gobiernos perredistas.
Pleito ratero, es la etiqueta popular más adecuada para el arrebato de los priístas. Denuncias a destiempo que revelan preocupación en las alturas. Material sembrado para uso mediante pauta comercial de comentaristas y opinantes. Intento de venganza pecuniaria despechada: el que a dinero mata, ¿a dinero muere?
Y, mientras la ley de víctimas duerme el sueño de los jurisconsultos, ¡hasta mañana¡ (fin)
Sin embargo, entre otras distorsiones de nuestra vida pública, los ciudadanos con relevancia pública pueden ser lanzados al torbellino de la injusticia periodística que suele castigar social y políticamente ciertas relaciones familiares aunque no haya constancia ni indicios de corresponsabilidad. Esas formas de linchamiento mediático han sido especialmente practicadas durante la presente administración federal, que hizo costumbre el difundir propaganda oficial en medios electrónicos, declarando con cavernosas voces como culpables absolutos a quienes apenas habían sido detenidos como presuntos partícipes de actividades de narcotráfico, muchas veces luego absueltos o sentenciados por faenas infinitamente menores a las difundidas en el desquiciado reino del espot rojo.
Gálvez (quien buscó el gobierno de su natal Hidalgo, y cuya salida de escena y tragedia familiar acabarán beneficiando a los caciques priístas locales, ahora encumbrados en el peñanietismo con Jesús Murillo Karam y Miguel Ángel Osorio Chong) dijo ayer que su adiós a la política se debe a la confirmación práctica de que las contiendas electorales son marcadamente inequitativas y que “el dinero es el principal factor hoy para ganar una contienda política”.
Justamente el tema del dinero y su uso político y electoral está hoy en el centro de un delicado litigio de pistas múltiples que por primera vez da cuerpo a la posibilidad de que los resultados oficiales de una elección presidencial muy amañada (hasta niveles delictivos) entren en rangos de peligro visible. No es que de pronto los organizadores y los juzgadores de los comicios sucios hubiesen tenido revelaciones y cambios súbitos de personalidad. Lo que sucede es que cada día surgen más pruebas del tejido de una red de financiamiento para operaciones electorales fraudulentas a favor de Enrique Peña Nieto y esos datos no pueden ser borrados o jurídicamente desdeñados.
Para efectos jurídicos, el PRI ha ido desahogando una confesión lenta pero irreversible de hechos presumiblemente constitutivos de delitos varios, tanto en la manera de conseguir recursos para la campaña de EPN, como en al fondeo de las tarjetas Monex con las que se distribuyó dinero a quienes ejecutaron directamente el fraude extracasillas del primer domingo del mes en curso.
Tales pruebas no constituyen por sí mismas (la normativa electoral fue diseñada concretamente en 2007 para cerrar el paso a opciones no aceptadas por la partidocracia constituida por PRI, PAN y perredismo chucho, más aliados menores) una opción de anulación o invalidez de los comicios mencionados, salvo que el tribunal electoral decidiera asumir la tesis de la causalidad abstracta, que privilegia el espíritu general constitucional, en especial el sentido de equidad en la competencia y de libertad en el sufragio.
Sin embargo, la acumulación de pruebas de fraude adquiere una dimensión especial frente a la movilización cívica creciente contra esos comicios y sus resultados inaceptables. De una negativa original en absoluto, e incluso una intención de culpar a otros partidos de presuntas confecciones artificiales, el PRI ha ido aceptando en primer lugar la existencia de las tarjetas famosas y luego su relación con ellas, a través de un contratante intermediario, para el pago a operadores electorales pero adjudicando ese gasto al ejercicio corriente, como actos de capacitación, porque de otra manera quedaría plenamente demostrado el uso de esos recursos en tareas plenas de campaña, con el natural rebase de los topes establecidos.
Las indelebles huellas del delito (ironías de la modernización: Los mapaches antiguos manejaban todo en efectivo, sin dejar constancia alguna de orígenes ni destino) pueden sustanciar la concurrencia ante instancias internacionales por parte de los afectados si no son desahogadas adecuadamente por el tribunal electoral federal, y aumentarán el enojo social ante la imposición pretendida.
Colocados por primera vez ante riesgos ciertos, los priístas de élite han echado mano a sus fierros. El rijoso Diego Fernández de Cevallos ha aparecido para instalar niveles discursivos provocadores, y en el ánimo de personajes importantes del partido de tres colores crece la convicción de que el curso posterior a las elecciones debe ser resuelto mediante la aplicación de la fuerza, a través de sus vertientes institucionales o de la “militancia” enardecida, deseosa ya de defender el triunfo de la carta mexiquense que los adversarios repudian mientras la base social priísta ha sido “inmovilizada”.
Y, en un lance que paradójicamente debería abonar a favor de la misma anulación buscada por la izquierda, ese PRI urgido de pasar a la ofensiva trata de emparejar la situación en cuanto a financiamientos en entredicho al acusar a Andrés Manuel López Obrador de haber hecho campaña durante seis años con recursos provenientes de triangulaciones y asignaciones presupuestales relacionadas con gobiernos perredistas.
Pleito ratero, es la etiqueta popular más adecuada para el arrebato de los priístas. Denuncias a destiempo que revelan preocupación en las alturas. Material sembrado para uso mediante pauta comercial de comentaristas y opinantes. Intento de venganza pecuniaria despechada: el que a dinero mata, ¿a dinero muere?
Y, mientras la ley de víctimas duerme el sueño de los jurisconsultos, ¡hasta mañana¡ (fin)
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