El sacerdote Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino, dijo ayer que acatará la orden formulada por el obispo de Tehuantepec, Óscar Campos Contreras, de abandonar, a más tardar en noviembre próximo, la administración de dicho centro de asistencia humanitaria a los migrantes indocumentados, pero sostuvo que seguirá su misión de ayuda a ese sector...
A renglón seguido, el religioso manifestó preocupación por el equipo de trabajo que dirige el albergue mencionado, pues “el clero ha sido tremendo para apabullar a los laicos (…) que han crecido por la defensa de los pobres y defienden la justicia”. La víspera, el propio Solalinde había informado que la orden emitida por Campos Contreras, vinculada en lo formal con el fin de su comisión en la Pastoral de la Movilidad Humana de la Conferencia del Episcopado Mexicano, se debía a un deseo de las autoridades eclesiásticas de
terminar con protagonismos.
Ciertamente, el nombramiento, la remoción o el traslado de sacerdotes son decisiones que corresponden a las autoridades religiosas, y en el caso de Solalinde podría haber, además, una razón poderosa para justificar una medida como la comentada: el innegable riesgo en que se encuentra el religioso ante el cúmulo de amenazas recibidas a consecuencia de su labor pastoral, y el asedio que el centro de refugio que él fundó padece por el crimen organizado.
No obstante, ante la ausencia de razones propiamente válidas y transparentes para justificar la remoción de Solalinde del cargo que ha desempeñado por más de un lustro, la orden episcopal correspondiente se torna cuestionable y hasta preocupante para la seguridad de los migrantes, del equipo de trabajo de Hermanos en el Camino y del propio Solalinde.
La eventual salida de Solalinde generaría incertidumbre adicional para los ciudadanos de terceros países que transitan por el nuestro sin los documentos migratorios correspondientes, y no solamente porque estaría en juego la continuidad de las labores de asistencia humanitaria realizadas por el albergue mencionado, sino también porque quedarían desprovistos de un elemento de incuestionable visibilidad pública.
Guste o no, en el tiempo que ha permanecido al frente de Hermanos en el Camino Solalinde ha logrado colocar ante los ojos de la opinión pública el drama humano que padecen los migrantes en su paso por México; ha captado el interés de medios de comunicación, organismos humanitarios y de las propias autoridades, y ha develado la connivencia entre las mafias dedicadas al tráfico de indocumentados y policías corruptos y malos funcionarios migratorios.
Cabe suponer que, sin la tarea de difusión realizada por el sacerdote mexicano, la desastrosa situación que padecen esos grupos podría agudizarse, y que el propio Solalinde quedaría colocado en una situación de mayor vulnerabilidad la que padece actualmente.
Con la decisión comentada, en suma, la jerarquía católica causa un nuevo revés a su maltrecha imagen, en la medida en que se muestra dispuesta a remover a un sacerdote que se ha desempeñado como un factor de incomodidad para grupos delincuenciales, sí, pero también para corporaciones policiacas de distintos niveles y para autoridades políticas.
Por añadidura, la iglesia ratifica su indolencia, en el mejor de los casos, o su hostilidad, en el peor, hacia aquellos de sus integrantes que asumen la defensa de los sectores desprotegidos, la opción preferencial por los pobres y la búsqueda de la paz como los ejes de su trabajo pastoral, y se presenta como una instancia más del divorcio existente entre las élites del país –políticas, económicas y religiosas– y una realidad nacional lacerante.
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