De La Jornada-Editorial
Luego de dar a conocer los lineamientos para una
reforma migratoria integral–que incluiría la regularización de 11 millones de indocumentados, la verificación de centros de trabajo de migrantes y el reforzamiento de la seguridad fronteriza– y tras haber recibido el respaldo de organizaciones de latinoamericanos, defensores de derechos humanos y medios de comunicación, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, se dijo ayer confiado en que la reforma pasará
antes de fin de añoy llamó a los legisladores de su partido y de la oposición a colaborar en una redacción de la nueva ley...
Al colocar la migración como uno de los temas centrales de la agenda
política de Washington –al plan del Ejecutivo se suma la propuesta
elaborada por una comisión bipartidista en el Senado–, resulta
inevitable recordar la improcedencia y la doble moral de la política
antimigrante que ha mantenido ese gobierno en décadas recientes: en
efecto, las medidas persecución en contra de la migración indocumentada
no están orientadas tanto a la eliminación de ese fenómeno en el vecino
país –perspectiva que derivaría en el estancamiento y hasta en la
parálisis de varios sectores de su economía– cuanto a modular, mediante
el relajamiento o la intensificación de esa persecución, la oferta de
mano de obra barata en función de las necesidades del mercado laboral de
ese país, y a proveer a su economía de un factor de competitividad
financiera.
Es falso, pues, que la migración indocumentada constituya una amenaza
de desestabilización o inseguridad para Estados Unidos, como han
sostenido reiteradamente los estamentos más conservadores, chovinistas y
xenófobos de la nación vecina; en cambio, la penalización de ese
fenómeno ha constituido históricamente una forma inmoral, inhumana e
insostenible de subsidiar la economía de ese país.
Por lo demás, la perspectiva de la aprobación de una reforma
migratoria adquiere relevancia adicional para nuestro país, en tanto que
permitiría corregir, así sea parcialmente, uno de los rasgos más
perversos del proceso de integración regional a que fue sometido México
desde el gobierno de Carlos Salinas: cabe recordar que la firma del
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) estableció la
apertura de las fronteras entre México, Estados Unidos y Canadá para las
mercancías y los capitales, pero las cerró a las personas; de esa
manera, se otorgó a las trasnacionales el derecho a buscar mejores
condiciones de desarrollo y se le negó a los trabajadores.
Tal discriminación resulta doblemente perversa, habida cuenta
de que la aplicación de ese acuerdo ha tenido efectos catastróficos en
nuestro país, empezando por la pérdida sostenida de independencia
económica y alimentaria, la devastación de los entornos agrícolas, la
aniquilación de la industria nacional –sometida a una competencia
inequitativa y desleal con la estadunidense y la canadiense– y la
consecuente pérdida masiva de puestos de trabajo, fenómenos que, en
conjunto, han dejado a un sector importante de la población sin otra
alternativa que la migración o la incorporación a las distintas
vertientes de la economía informal, incluida la delincuencia.
Más allá de las propuestas legales, un paso fundamental para la
aprobación de una reforma migratoria en Estados Unidos es el abandono
–por parte de las autoridades representantes y la sociedad en general de
ese país– de la hipocresía estructural que subyace en el entramado
legal vigente en materia migratoria y que consiste en satanizar la
migración indocumentada y, al mismo tiempo, beneficiarse del invaluable
aporte de ese fenómeno a la economía y la cultura estadunidenses.
El gobierno mexicano, por su parte, debe abandonar la indolencia y la
inacción sistemáticas que ha mostrado en torno al asunto –con el falso
argumento de que compete exclusivamente al ámbito interno de Estados
Unidos– y colocarlo como un punto central de la agenda de negociaciones
bilaterales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario