De La Jornada-Editorial
En el contexto
de su última homilía pública como obispo de Roma y a pocos días de que
anunció su renuncia por motivos de edad y de salud, Benedicto XVI
denunció las
divisionesy la
hipocresía religiosaque afectan a la Iglesia católica –institución que, según su propio dicho,
está a veces desfigurada–, y llamó a superar
el individualismo y las rivalidadespresentes en su seno...
El inusitado tono autocrítico empleado en el discurso papal debe ser
ponderado en función de la discreción, el hermetismo y la opacidad
históricos con que el Vaticano se ha conducido en torno a sus asuntos
internos. En efecto, lejos de mantenerse ajena a las dinámicas y
confrontaciones típicas de cualquier institución secular en procesos de
crisis o de descomposición, la dirigencia mundial del catolicismo ha
sido exhibida en meses recientes como una organización afectada por el
descontrol, la ingobernabilidad y las pugnas intestinas, como quedó de
manifiesto con la filtración –a instancias del mayordomo papal Paolo
Gabriele– de documentos confidenciales que hacen referencia a asuntos
tan sórdidos como corrupción y malversación de fondos o conjuros para
envenenar al actual pontífice. Ahora los dichos de Joseph Ratzinger
alimentan la percepción de que las intrigas palaciegas en Roma son mucho
más graves de lo que podía haberse imaginado, permiten entrever una
enconada disputa por el poder ante la próxima sucesión pontificia y
hacen pensar que el Vaticano nunca se alejó en realidad de los periodos
en que la conspiración y la intriga eran factores habituales en la
implantación y la destrucción de papados.
Por añadidura, las expresiones del pontífice ponen en entredicho su
afirmación de que las causas principales y únicas de su renuncia son su
edad y el deterioro en su salud, y obligan a recordar que la gestión de
Benedicto XVI se caracterizó por una exasperante falta de capacidad para
enfrentar las múltiples problemáticas y escándalos que afectan a la
Iglesia católica –particularmente el encubrimiento de sacerdotes
pederastas y los múltiples señalamientos por corrupción y vínculos
mafiosos dentro del Vaticano–, que se gestaron y acumularon durante
pontificados anteriores al de Joseph Ratzinger, y que se agravaron y
desbordaron durante el actual. Sería injusto, pues, atribuir a Ratzinger
la responsabilidad única por una descomposición larvada y acumulada
durante episodios como el encubrimiento de los crímenes del pederasta
Marcial Maciel –decidido por Juan Pablo II en tiempos en que Ratzinger
encabezaba la congregación para la Doctrina de la Fe–, como la quiebra
del Banco Ambrosiano en 1982, a raíz de un escándalo político-financiero
en el que estuvo involucrado el arzobispo Paul Marcinkus, entonces
director del Banco Vaticano, o como la documentada participación de esta
última institución financiera en operaciones de lavado de la mafia
italiana, con la que estableció vínculos desde finales de la década de
los años 60.
Cabe señalar, por último, que la crisis inocultable que
atraviesa la jerarquía romana trasciende con mucho el ámbito de los
feligreses católicos y de las filiaciones religiosas en general, en la
medida en que el Vaticano sigue ostentando un poder de facto
innegable en el panorama internacional contemporáneo que le permite,
cuando menos, ejercer facultades de veto a medidas y acciones del poder
secular. Ejemplo es la irresponsabilidad institucional de la Iglesia
católica que, con sus posturas moralinas, ha saboteado en forma
sistemática los esfuerzos gubernamentales y ciudadanos en muchos países
para hacer frente a la epidemia de sida por medio de la distribución de
condones y con campañas para promover su uso. En suma, los juegos de
poder que se desarrollan en los pasillos vaticanos no sólo afectan el
ámbito de la conducción pastoral y apostólica de la institución
religiosa más antigua de Occidente; sino trastocan también uno de los
centros de poder político más influyentes y de mayor incidencia en la
vida de millones de personas en el planeta.
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