Alegatos
Foto: Guillermo Perea/ archivo cuarto
Mientras
preparaba este artículo, alguien tuvo el infortunado tino de enviarme la
columna de ayer de Ricardo Alemán, en la que califica de ilegal y
delictivo el trabajo del GIEI de la CIDH.
No comparto ni el uso de las comas de lo ahí escrito, pero de suyo es
que cada quien tiene derecho a opinar y a leer lo que le venga en gana.
A mí, por ejemplo, no me gustan las que considero conclusiones
calenturientas y de arrebato, o los textos con errores u omisiones
sospechosas. Por eso los evito.
Con todo, me parece que no hay que subestimar ningún punto de vista.
Tomé como referencia los dos textos más recientes de Ricardo Alemán (sin
hacer caso a su desaseada redacción ni entrar en la polémica pública
sobre su ética) con la intención de tener un diálogo con opiniones
distintas a la mía. Me concentro en lo que creo que es relevante: las omisiones de análisis y las imprecisiones que observo.
Comparto, pues, algunas ideas sobre el caso Iguala y por qué
considero que hay que tomarlo muy en serio. Hoy abordo los aspectos más
generales y mañana seguiré con algunas consideraciones más puntuales.
1.- Lo que sucedió en Iguala empezó mucho antes (y es más profundo).
“La noche más triste”.
Así tituló el periodista Esteban Illades su crónica sobre los ataques a
los normalistas de Ayotzinapa del 26 y 27 de septiembre. Pero la
violencia de esa noche no sólo fue extraordinaria, no es asunto de un
solo día. Sucedió en Guerrero, que es la región de la brutalidad
silenciosa (o ignorada). En ese estado las muertes violentas
alcanzan tasas promedio de 63 personas por 100,000 habitantes. 10 veces
más que el promedio mundial. 3 veces más que el promedio nacional.
De forma más precisa, ocurrió en Iguala, que no es un municipio
cualquiera. Iguala ocupa un lugar muy peculiar en la geografía
económica, por ahí debe circular una de las mercancías más preciadas en
los Estados Unidos: el opio (la base para la heroína), que deja a su paso toneladas de dinero pero también una secuela de sangre y destrucción.
Adam Przeworski, uno de los teóricos más destacados de la democracia,
defiende una concepción minimalista de la misma. Przeworski ha llegado a
decir que se trata de un sistema en donde “la gente no se mata una a
otra, y el gobierno no mata a la gente”. Pues bien, ni a ese estándar llegamos.
En muy pocas partes del mundo se pueden encontrar 38 fosas
clandestinas, con más de 87 cuerpos (muchos de ellos calcinados). Esos
son los números que reconoce la PGR en ese municipio. Tampoco hay
demasiadas ciudades que presenten (también según cifras oficiales) 110
personas desaparecidas en tan sólo 3 años (de 2012 a 2014). Cómo estarán
las cosas que siendo foco de la atención mundial, Iguala tuvo en 3
semanas (la última de febrero y las dos primeras de marzo de este año)
19 asesinatos. Agregue usted que Iguala cuenta con apenas 110,000
habitantes.
A la noche más triste le antecede una época muy oscura. Todo, además, en un escenario muy turbio.
2.- Tenemos ¿un narco estado o uno completamente incompetente?
Lo que pasó en Iguala trasciende los calificativos de “lamentable”,
“triste” y “desgarrador”. Es eso y mucho más. Derivado de los hechos de
esa noche, la PGR reconoce tener 104 personas sujetas a proceso. 48 de
los detenidos son policías municipales de Iguala, 16 agentes de la
corporación de Cocula y 40 civiles que supuestamente trabajan para la
organización criminal Guerreros Unidos. Dentro de estos se encuentra el
propio alcalde de Iguala y su esposa.
En su libro “Más que plata o plomo” Gustavo Duncan
explica el poder político del narcotráfico en México y Colombia. El fino
trabajo de Duncan describe cómo funcionan las contradicciones del
narcotráfico como empresa capitalista. Nos dice que “un narcotraficante
exitoso es aquel que logra protección suficiente para colocar mercancía
en el mercado sin ser capturado, asesinado o expropiado. Sin embargo,
la protección es costosa. Una significativa parte de las ganancias se va
en pagos a políticos, policías, jueces, mafiosos, señores de la guerra,
guerrillas y demás actores que tienen el poder suficiente para poner en
riesgo las actividades de los narcotraficantes, pero al mismo tiempo la
capacidad para protegerlas”.
De ese tamaño es el entuerto. De acuerdo a la PGR, el poder corruptor
del narcotráfico tenía en su estructura a prácticamente todas las
personas involucradas en la seguridad pública de 13 municipios (“ponían y
quitaban a los jefes de la policía”, dijo Tomás Zerón, responsable de
inteligencia criminal en enero pasado). Entre tanto control, controlaban
Iguala y Cocula. En este caso, desde el Alcalde hasta los policías,
pasando por un director de seguridad y jueces de barandilla. Así, como
suena. Pero resulta que tremenda organización criminal, con tal
capacidad de coordinación y exposición pública operaba sin que nadie en la PGR o en la Sedena lo supiera. O, si lo sabían, no hicieron nada.
Cuando todo estalló, quisieron reducir el problema a la mentada debilidad de las policías locales. ¡Sorpresa! La delincuencia organizada es un delito de competencia exclusiva de la Federación.
¿Qué hacían los responsables de investigar a dichos grupos, mientras
Iguala –con todo y un cuartel militar ahí metido- se llenaba de muertos y
desaparecidos? ¿Y la inteligencia militar? ¿Dónde estaba la SEIDO? ¿Qué
hizo el CISEN?
Hoy, el gobierno federal acusa a los Abarca de todo y de lo peor.
Esos mismos que mientras más poder acumulaban, más negocios ilícitos
hacían y más gente mataban (algo que oficialmente reconoció saber el
CISEN), se coordinaban, se reunían y hasta se tomaban fotos con
autoridades militares y civiles (incluido el propio Presidente de la
República).
Lo que destapó el caso Iguala es por demás delicado. El batidillo
embarra en primer término al PRD, pero la situación es prácticamente
generalizada. Aunque la clase política se empeñe en tratar con
mezquindad el asunto, lo cierto es que estamos frente a problemas
estructurales e insertos en el sistema.
Mañana continuaré, a partir de estas ideas.
*Nota a las y los lectores. Este artículo apareció originalmente
el 10 de septiembre a las 10:47 am con otro título. El cambio busca
reflejar mejor el amplio contenido y la profundidad del texto (en sus
dos entregas). Esta es una virtud de nuestros tiempos: podemos ajustar y
corregir, pero también dejar registro explícito de los cambios para una
comunicación honesta con los lectores.
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