De Zócalo Saltillo
Indicador Político
Carlos Ramírez
El regreso del PRI a la Presidencia se va a mover entre dos grandes
escenarios: el colapso del PAN y del PRD cuando menos durante dos
sexenios más y la necesidad de ofrecer resultados en materia de
bienestar y democracia.
En este contexto, la presidencia de Enrique Peña Nieto oscilará en los
pantanos del pasado y los rápidos de los ríos del presente; del primero
el PRI aún le debe al país una revisión crítica de las tres herencias
malditas que se colapsaron en el 2000: la represión, la corrupción y la
pobreza; en la segunda se localizan los tres desafíos de la
modernización: las reformas del sistema político, del modelo de
desarrollo y del pacto constitucional.
Pese al bono democrático de Peña Nieto, el PRI podría ser el principal
problema, como lo fue en una de las grandes modernizaciones productivas
recientes: la de Carlos Salinas de Gortari, cuya experiencia terminó,
aún sin tenerse las pruebas de un asunto de poder o de asesino
solitario, con el asesinato del candidato presidencial priísta Luis
Donaldo Colosio en marzo de 1994.
La división de la izquierda y el desmoronamiento del centro-derecha
podrían ser la oportunidad para que el PRI le entre de lleno a la
modernización como partido o la coartada para en realidad no hacer nada y
dedicarse a consolidarse en el poder. Por lo pronto, Peña Nieto se
impuso su marco de referencia político: el compromiso de “la presidencia
democrática”.
Lo fundamental de ese discurso, pronunciado el 21 de mayo del 2012
después de los incidentes en la Universidad Iberoamericana, fue el
reconocimiento a la nueva dinámica social y política de la República y a
las conquistas ciudadanas de libertad, muchas de las cuales habían sido
arrancadas al PRI antes de la derrota del 2000. Y el desafío no es
menor, por ejemplo, por el cruce del compromiso democrático público con
la reorganización del sistema de seguridad y por la existencia de una
oposición estridente en la izquierda y complaciente en la derecha.
El gobierno de Peña Nieto y el PRI tendrán que moverse en medio de una
sociedad no partidista que ganó espacios de democratización y a la que
no se podrá acallar con los viejos métodos de represión del pasado. Y
peor aún, tendrán que auto controlarse por la ineficacia del PRD y del
PAN en eso de los controles democráticos y la tendencia de ambas
formaciones políticas hacia el escándalo y la denuncia sin
comprobaciones.
La novedad en el escenario político del sexenio de Peña Nieto se
localiza en los medios de comunicación escritos y radiofónicos y no
pocos en la televisión abierta. El viejo presidencialismo se forjó a
través del control de la comunicación que tenía en el poder centralizado
las formas de coerción; pero en los sexenios de Carlos Salinas de
Gortari y Ernesto Zedillo los medios saltaron a la política crítica y
demolieron las bases autoritarias del sistema político, como el propio
Peña Nieto lo sufrió en la campaña con informaciones no sólo críticas,
sino agresivas.
Este nuevo escenario político obligará a Peña Nieto y al PRI a construir
nuevas bases de relaciones de poder y nuevas formas de ejercicio de la
política. Como nunca antes, la configuración de una doctrina de derechos
humanos en la Constitución ha fijado un muro de contención de prácticas
autoritarias a las que el viejo PRI no estaba acostumbrado.
La peor noticia para los avances políticos la constituyen la división de
la izquierda neopopulista por el fundamentalismo de Andrés Manuel López
Obrador y la orfandad ideológica del PRD surgido de las cenizas del
viejo PRI populista y la fractura del PAN por su incapacidad para
modernizar sus ideas políticas y la disputa por el poder muy al estilo
perredista. Sin acotamientos a ambos lados, el PRI podrá tener la
tentación de intentar reconstruir su pasado.
La salida del PRI radica en tomar la iniciativa para la reconfiguración
del régimen político que ya no le funciona para sus planes de
consolidación en el poder ni para construir una nueva clase política
gobernante. Peña Nieto tendrá que lidiar con el PRI y con los cacicazgos
regionales, aunque sin regresar al centralismo presidencialista. Al
final de cuentas, el saldo sexenal de Peña Nieto no se medirá por el
nivel de control político sino por la salida de México de la crisis
estructural de desarrollo que mantiene los altos niveles de pobreza.
En su discurso oficial de comienzo de sexenio tendrá que basar Peña
Nieto su nuevo consenso político nacional. Los temores al regreso de los
viejos vicios del PRI deben erradicarse con compromisos en los tres
temas fundamentales que crearon el periodo modernización impulsado por
la Revolución Mexicana: el modelo de desarrollo, el sistema político y
el pacto constitucional. Por primera vez el PRI necesita abandonar los
discursos del continuismo o del pasado, por mucho que alguna parte
importante de la votación de julio haya sido por el regreso de la
experiencia priísta en el ejercicio del gobierno.
En 1994 el entonces diputado electo y jefe de la bancada priísta que
tomaría posesión en septiembre, José Francisco Ruiz Massieu, afirmó que
“las transiciones las hacen los dinosaurios”, como había ocurrido en
España, la Unión Soviética, Portugal y otras experiencias
democratizadoras. Tres sexenios después el PRI en la presidencia
enfrenta el mismo escenario desafiante: o la modernización nacional o el
hundimiento del país en la decadencia y la mediocridad.
Ahí se localiza el dilema del PRI: aferrarse al poder con los viejos
métodos o construir una salida modernizadora que el salinismo neoliberal
no pudo completar por los rezagos políticos y laborales o presentar vía
Peña Nieto un nuevo modelo de desarrollo que genere su propias
correlaciones de fuerzas sociales, políticas y productivas. En el
sexenio que comienza el próximo sábado no habrá términos medios.
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