Ricardo Rocha
Desde luego que dejó de ser un niño desde hace mucho. Lo malo es que a
los 41 sea ya un viejo. Además decrépito y de pena ajena. Y es que el
nuevo incidente de su detención por manejar borracho la madrugada del
domingo es un capítulo más de la tragicomedia en que él mismo ha
convertido su vida.
Lo dramático es que Jorge Emilio González Martínez es un viejo prematuro
por voluntad propia. Nada o muy poco podría alegar en su defensa. Sí,
tal vez, las ambiciones políticas del abuelo que dicen que estuvo cerca
de la Presidencia de la República y que lo marcaron para siempre con
delirios de grandeza. Sí, seguramente la habilidad y oportunismo del
padre que construyó y luego le heredó un partido con cientos de millones
de pesos que le damos cada año todos los mexicanos. Los mismos que han
servido para que este viejo patético que ya es siga en su círculo
orgiástico de parrandas sin fin, viajes en yate, las mujeres a precio o a
modo y los negocios, como debe ser, con montones de billetes en las
mesas elegantes y con los vinos más caros; la cultura de la transa y las
negociaciones en lo oscurito, como parte de lo cotidiano, en una
familia que siempre va para arriba. Una vida de círculos concéntricos
atorados en los 90, cuando el niño mentado empezó a mamar duro del
presupuesto. Dos largas décadas de raterías que le han quitado cualquier
rasgo gracioso.
Si algunos ingenuos pensamos un día que Jorge Emilio podría representar
un aire fresco en la política mexicana, nos equivocamos rotundamente.
Por traicionar sus ideales, por acomodaticios, por lacayunos, por
mentirosos, por perversos y por hipócritas, se han hecho viejos
rápidamente. En breve, ancianos prematuros.
Y no se trata de juzgar con severidad extrema o desproporcionada un
incidente “de los que le pueden ocurrir a cualquiera”, sino de
indignarse con el cinismo que volvió a presumir el impune senador
González que no quiso someterse al alcoholímetro, que dio un nombre
falso, que amenazó a quienes lo detuvieron, que luego pagó un amparo
para salir cuanto antes y va a cumplir con su arresto en El Torito
cuando se le pegue la gana. Y todo eso gracias a la impunidad que le han
permitido sus sucesivos cargos como representante popular de pacotilla,
pero eso sí, con fuero: dos veces diputado federal, dos más senador,
una vez asambleísta y desde luego dirigente del Partido Verde, de cuya
franquicia sigue siendo propietario. Toda una vida de impunidad, de la
que no se le recuerda un solo momento de gloria legislativa, ni uno
solo; jamás ni un canijo aporte para taparle el ojo al macho. En cambio,
ahí están los testimonios de cuando lo grabaron negociando un soborno
para un gran negocio y salió con su ingenio ridículo de que lo
“chamaquearon”.
O hace no mucho cuando una joven búlgara se arrojó de su departamento en
Cancún causándole la muerte, hecho del que se justificó con que lo
tenía rentado y ya no vivía ahí.
Pues ni de una ni de otra cosa se supo más nada. Las complicidades del
poder y el precio de los votos le han dado a este aprendiz de brujo el
regalo de una impunidad de la que ha abusado hasta la náusea,
convirtiendo en estercolero todo lo que toca: política, Senado, su
partido, su familia y a sí mismo. Como un lastimero Rey Midas al revés
que tiene que ir por allí comprándolo todo, incluidos los afectos.
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