Jorge Salazar García
Tlatelolco, específicamente la plaza de las Tres Culturas, fue el lugar en donde cientos de jóvenes fueron masacrados el 2 de octubre en 1968 por ese régimen PRÍSTAS corrupto cuyos resabios políticos, incrustados en la guardia nacional, el poder judicial y el legislativos siguen haciendo daño a la nación. Desde esas estructuras, y sus partidos cómplices cuidan las espaldas de los autores intelectuales y materiales de ese crimen de lesa humanidad que permanece totalmente IMPUNE. Hasta ahora lo han logrado; lo que no pudieron hacer es sostener la mentira de que el ejército fue agredido por los estudiantes y actuó en legítima defensa (¡con tanques!). Todo señala que fue un ataque cuidadosamente planeado con el propósito de ESCARMENTAR y exterminar a cualquiera, calificado de comunista, que cuestionara la dictadura del PRI. También ha quedado claro que dicho plan formó parte de la guerra contrainsurgente implementada por el Estado bajo asesoría de los E.U. Por esa razón estaba garantizada la IMPUNIDAD para quienes obedecieron ciegamente las órdenes de matar.
Uno de los resultado de la cruenta represión estudiantil (1968-1971), aunque fuera temporalmente, que enorgulleció a las fuerzas armadas fue inhibir la protesta que cada 2 de octubre se realizaba en muchas ciudades de México. Xalapa, no fue la excepción. En esta capital, viviendo un temor inducido, hubo ocasiones en las que nadie conmemoró públicamente el 2 de octubre pues gobernaba un hombre conectado con lo más obscuro del poder yanqui (1986-1988) Fernando Gutiérrez Barrios. En ese contexto, hice acto de presencia en la Plaza Lerdo. Sólo, portando una cartulina con la leyenda acostumbrada, (2 de octubre no se olvida) me planté en la plaza Regina, frente al palacio de gobierno. Por supuesto, no faltó quién se detuviera y expresara su solidaridad, pero de inmediato retomaban su camino; sin embargo, hubo alguien que además del comentario aprobatorio se sumó a la protesta duplicando el contingente.
Fue así como conocí al profesor Noe Suástegui Heredia, hombre excepcionalmente solidario y comprometido con las causas sociales, había emigrado de la ciudad de México (1985) amenazado de muerte por su postura rebelde insumisa, después me enteré. Naturalmente, siendo la única persona que permaneció conmigo, platicamos largo rato. De ahí surgió la idea de convocar a la población a la conmemoración del año siguiente. Cumplimos y obtuvimos muy buena asistencia al mitin. El programa incluyó poesía, música de trova y relatos de personas que experimentaron directa o indirectamente el genocidio de 1968. Siempre se ha sabido, como en el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa, que fue el Estado el que ordenó a paramilitares, policías y al propio ejército nacional ejecutar el macabro plan del entonces presidente Gustavo Días Ordaz. Él dio la orden; Luis Echeverría la acató y las fuerzas represivas la ejecutaron.
Ellos mandaron el acero exterminio,
ellos aquí encontraron a un pueblo que cantaba;
un pueblo por deber y amor reunido (“Los enemigos; Neruda)
En memoria de aquellos estudiantes, maestros, amas de casa y trabajadores que no se resignaron a vivir de rodillas, reproduzco el testimonio del profesor Noé Suástegui, publicado en el Diario de Xalapa en los noventa, donde relata los hechos vividos en aquel aciago día:
-A 26 años de esa trágica tarde del miércoles del dos de octubre del 68, no me había atrevido a escribir sobre el particular, pues considero que esta anécdota, a pesar de su crudeza, no es comparable con la barbarie cometida en contra de los asistentes al mitin convocado para esa tarde gris que, al correr de los minutos, se fue tiñendo de rojo encendido por la sangre que corría en la Plaza de Tlatelolco.
Hoy me motiva el temor de que quizás con el paso de los años ese recuerdo se diluya en mi memoria, como parece sucedió en algunos participantes del movimiento estudiantil; y el sentimiento de que, de una manera u otra, tengo el compromiso de continuar la lucha por la cual mis compañeros ofrendaron su vida.
A Juan José lo conocí en la secundaria. Al principio no nos habíamos relacionado. Y tal vez no lo hubiéramos hecho, a no ser por una circunstancia fortuita. En el salón teníamos a un compañero que fungía como jefe de grupo, el cual, tomándose atribuciones indebidas y por querer quedar bien con los prefectos de la escuela, sobajaba y humillaba a sus propios condiscípulos. En cierta ocasión, tuve la mala suerte de ser el blanco de su agresión; desconcertado traté de esconderme, quién sabe dónde, con ganas de llorar por la impotencia sentida en esos instantes. Entonces, como una tabla de salvación en medio del océano, apareció Juan José interviniendo a mi favor encarando a mi agresor, quien al notar la decisión de mi defensor, cejó en sus propósitos. A partir de ese día sentí estar en deuda con mi compañero: simple detalle, dirán ustedes. Pero fueron los que me hicieron conocer la “madera” con la que estaba torneada la personalidad de Juan José.
Al profundizar mi trato con él, supe que le molestaban profundamente las injusticias y que esa había sido la causa que lo impulso a defenderme. Concluimos el ciclo secundario y como casi siempre sucede, cada quien tomó por caminos distintos. Ya no supe más de él hasta que el destino nos volvió a reunir en aquel mitin de Tlatelolco.
Mi participación en el movimiento fue como la de muchos otros jóvenes: camine en marchas, realicé mítines relámpago, repartí propaganda en escuelas, camiones y lugares públicos. Estas actividades nos hacían compartir los riesgos, nuestras alegrías, nuestros sueños, nuestras esperanzas; todo eso se desarrollaba en un ambiente fraterno y de compañerismo insuperable.
Durante las guardias nocturnas, en los momentos de reflexión, deseaba que Juan José, mi amigo entrañable, estuviera con nosotros para defendernos de los embates policiacos que padecíamos frecuentemente. Pero inmediatamente reaccionaba y me decía que su ejemplo de valentía mostrado en aquella situación escolar, debía ser suficiente para reponerme de mi debilidad y hacerle frente, junto con mis compañeros, a la injusticia y prepotencia con que actuaban las nefastas autoridades.
Harían dos años y meses que no veía a Juan José, pero tenía la certeza de que se encontraba participando en el movimiento dado su carácter decidido de poner fin a toda clase de injusticia. Sin embargo debido a la lejanía de su presencia física su recuerdo era difuso.
Aquel miércoles por la tarde, en compañía de la que hoy es mi esposa (Rosalía) y otras compañeras de la Escuela Nacional de Maestros nos dirigíamos a Tlatelolco para participar en el mitin convocado por la dirigencia estudiantil. Como no había transporte nos tuvimos que ir caminando. De esa manera recorrimos algunos kilómetros. Durante el trayecto comentamos los acontecimientos recientes, centrándonos en la decisión del Consejo Nacional de Huelga (CNH) de suspender la marcha programada, debido a que no existían condiciones propicias para ello y se podía caer en provocaciones.
Al ir acercándonos a la explanada de Tlatelolco percibimos un ambiente tenso, se sentía una atmósfera pesada; el peligro casi era tangible ya que observamos que la plaza se encontraba rodeada por el EJÉRCITO; nada ni nadie podía entrar ni salir del lugar.
Poco rato después, vimos como desde los helicópteros que sobrevolaban el lugar fueron lanzadas unas luces de colores, las cuales (hoy sabemos) dieron la señal para iniciar la masacre. Casi al mismo tiempo, quienes estábamos fuera del cerco, fuimos conminados con insultos y golpes a alejarnos del lugar. Naturalmente, dicha orden era acompañada de amenazas con armas de fuego y uno que otro balazo, lo cual nos obligó a dispersarnos.
Yo encamine a mi futura esposa hacia su casa; no sin antes prometerle que haría lo mismo después. No pude cumplir mi promesa ya que sentí la necesidad y la obligación de estar junto a mis compañeros de escuela en aquellos momentos trágicos y me regresé. (La esposa de Noé, Rosalía afirma que unos militares se compadecieron de ellos dejándolos ir. Y que otros soldados los dispersaban con ráfagas de metralleta --“nos tratamos de proteger en el edificio de relaciones exteriores en sus columnas pero las balas rebotaban; corrimos, nos escondíamos entre los carros estacionados y no paramos de correr hasta llegar a la Torre Latinoamericana. Ahí Noé le hizo la parada a un autobús y me subió a la fuerza y me prometió qué el también se iría a su casa”. Pero se regresó hacia la plaza…-)
-Mi propósito de acercarme más, fue frustrado por las fuerzas policiacas y militares que tenían acordonado el sitio mientras sus compinches perpetuaban su felonía criminal. No me encontraba solo, vi a otros jóvenes querer hacer lo mismo; sin mediar palabra alguna, nos unimos en la acción y en el objetivo. De inmediato, con lo que encontrábamos a la mano, formamos barricadas. Confrontábamos al ejército y a la policía sin más armas que nuestra firme voluntad de hacer “algo” por nuestros compañeros sitiados.
Increíblemente logramos abrir un espacio por donde muchos pudieron escapar de aquel infierno; a otros los tuvimos que sacar a rastras debido a sus heridas y la paralización que el terror les había causado. Por supuesto, los de afuera también estábamos aterrorizados, pero nos habíamos olvidado de nosotros mismos y sólo pensábamos en salvar a los amigos con quienes, durante meses habíamos compartido el ideal de construir un México más justo.
De pronto, … de entre los que salían, venía un joven que con mucha dificultad se mantenía de pie. Me acerqué rápidamente para ayudarle a salir. Apoyado en mí, caminamos juntos unos cuantos pasos. Y de pronto.., sentí que mi acompañante no podía más, ¡parecía estar herido de gravedad!. Al cerciorarme de ello, traté de acomodarlo en el suelo lo mejor que pude y fue en ese momento preciso cuando, al observar su rostro de cerca, todo mi cuerpo se estremeció de golpe, como sacudido por un electrochoque: en aquellos rasgos juveniles reconocí a mi antiguo compañero de secundaria ¡Juan José!
Desesperadamente traté de reanimarlo gritándole: ¡Soy yo, Noé, …! ¿¡No me recuerdas Juan!? Pareció hacerlo, ya que esbozó una ligera sonrisa mientras le aseguraba que lo sacaría del lugar. En ese momento, con voz entrecortada, me dijo: -¡Ya me fregaron estos desgraciados! ¡Siento que mi cuerpo va a estallar …! Pero tengo la seguridad de que triunfaremos, … de que los compañeros continuarán la lucha… Si sales de esta…-me dijo- ¡continúa la lucha!- Creí responderle que sí, que lo haría. No estoy seguro si lo hice o si me escuchó o no, porque en ese instante dejó de existir…dejándome su sangre en mis manos.
Voy a morir, voy a morir.
Me duele
Me está saliendo mucha sangre.
(Texto tomado del Libro La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska)
No quería creer lo que estaba sucediendo, deseaba que lo que estaba viviendo fuera un terrible sueño. Alcé la vista al cielo, angustiado y lleno de dolor, tratando de evadir la realidad. No fue posible porque las ráfagas de metralletas que incendiaban el aire cual diminutos meteoritos mensajeros de la muerte, me regresaban a ella. Quedé paralizado, estupefacto por los ayes de dolor, el ruido de la balas y los insultos de la soldadesca que me parecían muy lejanos. No supe cuanto tiempo estuve allí con el cuerpo inerte de mi querido compañero entre mis brazos. Y aunque no tenía la menor intención de abandonarlo, mi deseo no se cumplió: algunos de los jóvenes, que pasaban corriendo al lado nuestro me levantaron casi en vilo, salvándome del peligro de los proyectiles y de las bayonetas asesinas.
Quise regresar a donde estaba Juan José, pero no pude conseguirlo; las fuerzas represoras había reforzado la zona por la que habíamos penetrado.
-Caminé sin parar durante no sé que tiempo, sin rumbo ni sentido, hasta que me sorprendió la madrugada del nuevo día encaminando mis pasos hacía mi querida escuela.
Juan José despareció, igual que muchos otros ciudadanos. Jamás se supo nada más de él: su cuerpo nunca apareció ni tampoco se encontró su nombre en la lista de los muertos, presos, heridos o desparecidos. El sistema priista lo anuló como si nunca hubiera existido; así como lo hizo con millones de mexicanos durante décadas.
Nadie sabe el número exacto de los muertos,
ni siquiera los asesinos, ni siquiera el criminal.
El crimen está allí, cubierto de hojas de periódicos,
con televisores, con radios, con banderas olímpicas. (Tlatelolco 68, Jaime Sabines)
¿Habrá sido inútil el sacrificio de Juan José y de los miles de mexicanos perseguidos, torturados, desparecidos y encarcelados por el PRÍATO? Yo creo que no: el sistema contra el cual lucharon está cada vez mas desprestigiado, corrompido y próximo a su derrumbe total: ellos lo exhibieron.
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